18.2.13

Marchas...


Se va el Papa. Un gesto extraño, con pocos precedentes. Poco que decir. Y mucho que leer. Y que reflexionar. Magnífica, por cierto, a estos efectos, la carta de Pedrojota el domingo, “la tiara vacía”, sobre los efectos de la modernidad en instituciones como la Iglesia.

Ya sabe el lector que sigo siendo, a mis años, un agnóstico impenitente y respetuoso que siempre ha mirado con simpatía a la Iglesia. Una institución con dos mil años de historia, y una estructura rígidamente jerárquica que ha sobrevivido a todos sus detractores y sin la cual la historia de Europa sería muy diferente de la que es hoy: sin Canossa, seríamos otra cosa, no sé si se mejor, aunque me temo que peor, porque la modernidad llegó, también, gracias a que éramos una cultura greco-latina tamizada por el cristianismo.

Se va el hombre vestido de blanco, como lo definió Lorca en un fantástico poema. Se va, en un mundo en el que nadie se va. En el que todos fingen ser lo que no son y en el que cada cual mide centímetro a centímetro las buenas acciones que hace y anota en libretas nuevas los favores que hace, intentando ganar así posiciones en una estúpida carrera que no conduce en realidad hacia ningún sitio. 
Un Papa. Un hombre poderoso se retira a rezar y se aleja del mundo. Polvo somos. Todos. Y al polvo volveremos. 

Hay días en los que no dejo de pensar en aquella oración de Azorín y me da la sensación de que a J. Ratzinger también lo ha vencido  ese melancólico deseo de pasar el resto de los días: "olvidado de todos, oscurecido, sin que nadie me nombre. Sin que nadie me escriba..."

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