Dos
diletantes en el Prado, hubiera escrito cualquier lector que nos hubiera visto
entrar al maestro Oscarnello y a mí al museo el otro día. Un par de
exposiciones. Soy un incondicional de las que monta el Nacional
del Prado, pero en este
caso me dio la sensación de que había una descompensación excesiva. Una era sobre
el joven Van Dyck. Ahí me perdí. De pleno. No tengo
conocimiento para entender muchos de los matices de la escuela flamenca, y
menos aún para valorar la evolución de Van Dyck. En
cualquier caso, un magnífico (y precoz) retratista, pero que no es capaz de
terminar con soltura algunas de sus obras en esa época.
La
otra exposición, sobre un paisajista del que nunca había oído hablar me dejó
boquiabierto. Martín Rico lo llamaban. Otro ejemplo de que muchas de
las cosas de la ILE
no eran más que bobadas jeremiacas de aquellos niños consentidos que no
entendían cómo el país no los aclamaba. Martín Rico: un español que se dedicó
al arte y que vivió de él, frente al relato de la España salvaje que nos acabaron vendiendo San Giner y su patulea. Martín
Rico; un hombre reconocido en la Europa de su tiempo que disfrutó pintando
paisajes y espacios abiertos. Algunos impresionantes: la desembocadura del Bidasoa, la Aguadora, el Toledo de 1875, o París desde el Trocadero. Un triunfador.
Aquella
España que también lo fue.
La
España que se modernizaba, al igual que el resto de Europa, durante el Reinado
de Isabel II
La
España de la concordia, la que se construyó bajo la monarquía Alfonsina.
Una España
que termina en la Guerra Civil, es cierto; pero una España en la que aquel
final trágico fue solo uno de los muchos que habían sido posibles.
Aquella
España en la que el Perdidaco rondaba a la hermosa María, una rica de Robleda, antes de dar paso a una de las más trágicas historias de amor de aquella (nuestra) Sanabria
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