Hay
buenos escritores que son malos novelistas. Le pasaba a Umbral. Me pasaría a mí, sin ir más lejos y si yo fuera buen escritor.
Le pasa también a Reynaldo Lugo, un cubano que vive en Béjar. El amigo Moretón, caballero charro, me regaló su último
libro, a vueltas con El príncipe
que leía el tarot y soñaba con mujeres. Un relato de los últimos años de Alfonso de Borbón y Battemberg, Conde de Covadonga, aquel
Príncipe de Asturias que
nació para ser Alfonso XIV y al que la hemofilia apartó del trono.
Se trata de una figura, maldita y
oscura, como corresponde a los perdedores, y quizá lo más fascinante del libro
es cómo recrea la angustia vital de aquel hombre huido y peleado con todos: los
miedos de quien siempre se supo por debajo de las exigencias que la vida le
puso delante, sin preguntarle. Muchas inseguridades nacen del temor a no ser lo
que las personas que nos importan esperan que seamos.
Algunos personajes están bien
construidos, no sólo el Conde, sino también aquella María Caridad Neira, lesbiana
primero y luego bisexual, tras quedar atrapada en la cama del Conde, o Marta Rocarfot, aquella
livianidad que concebía el matrimonio con un ascensor social.
El autor es buen escritor. Y sabe
golpear con la frase precisa en el momento justo: “Alfonso está en mi camino y tengo que
chocar con él. Así de sencillo”. Es difícil
expresar mejor una sensación que a todos nos ha asaltado alguna vez en la vida.
O la inseguridad de María Eugenia, la ingenua prostituta enamorada de un
príncipe. Esa desolación de no cerrar nunca la puerta del todo, aunque la
persona amada esté ya lejos “Aguardó por él como ya lo había hecho antes, sin esperanza alguna;
pero no dejó de esperarlo.”
Pero el autor no mantiene el
ritmo de la novela. La trama política es floja no está bien resuelta y, en
conjunto, la obra es irregular, un continuo sube y baja que no termina de
atrapar al lector.
Un buen escritor y una buena
historia, pero una novela mediocre.
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