Pero
la visita al Nacional del Prado tenía un segundo aliciente. La amistad entre Murillo y el sacerdote Justino de Neve, sin la cual es complicado entender la producción del
artista. A Murillo, tengo la intuición, se lo comió su paisano Velázquez. Me
voy acercando al XVII español, un siglo del que nunca me fui del todo, ahora
que ando recorriendo las estancias de la Monarquía Católica de la mano del
maestro Díez del Corral. La exposición es magnífica, un pintor
maduro, con ese autorretrato moderno, con un barroco sevillano en todo su
esplendor. La modernidad que hay detrás del retrato del amigo. La lógica política en la Sevilla
portuaria del siglo XVII. Una exposición para entender aquel mundo.
Salgo de la exposición pensando
que a Sevilla, como a Toledo, tampoco le ha hecho ningún bien acabar siendo capital
autonómica. Una ciudad que fue en su momento una ciudad-mundo, reducida a las
cenizas del funcionariado. Hubo una Sevilla que va al menos desde el rey Pedro, un sevillano de Burgos, hasta la época de Murillo,
cuando la ciudad era un eje comercial de alcance internacional. Una Sevilla que
desapareció y a la que bobadas como la Feria de Abril, ese invento catalán, ha convertido en un trampantojo.
Al
fondo del todo, en cualquier caso, el saqueo al que los franceses, con
Soult a la cabeza,
sometieron al país durante la ocupación, un país al que trataron como un
territorio conquistado. Nada más que robos y
devastación.
Menos
mal que venían a traer la luz al país, como dijo la que fue pasará a la historia
como la vicepresidenta del peor gobierno de la democracia…
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