La luz se iba poniendo por el
oeste. A mi espalda, firme a más de mil doscientos metros de altura, lo que
queda del viejo Monasterio se alza
silencioso. Son más de las diez de la noche. Es julio en la Sanabria. No hay un
atardecer mejor.
Entro en el templo. Se va
llenando. Y me alegra. Abrazos y besos a los amigos. Un saludo al conferenciante, al que
transmito un abrazo de Lauru. Me siento. Va a empezar la charla. Y la primera
frase forja una leyenda: “espero acabar antes de que los monjes bajen desde sus celdas para realizar
el
primer rezo de la noche”. Empezamos un
viaje. Nadie pestañea. No se oye un ruido. El crucero del templo reverbera con nuestro
recorrido. Unos monjes que venían de Mozote. Una fundación benedictina. Hasta que llegó la gran reforma del Cister y el
impulso de Claraval. Un monasterio ahijado a
Carracedo. Un monasterio mimado por los Reyes. El símbolo
del poder en una tierra de frontera. Y mientras el ponente avanza, voy
recomponiendo el puzle en mi cabeza. Había dos tipos de hermanos, los de
verdad, de origen noble, y los conversos, de origen llano. No se mezclaban.
Unos trabajaban y los otros oraban. Y cerca del monasterio, la Granja, que es
lo que empezó siendo este pueblo, aunque ahora lo llamemos San Martín. Los
ataques de los Benavente, aliados en la zona
con los adevenedizos Losada. Las guerras
con Portugal. En el XIX, hospital de campaña durante la agresión de los
ocupantes franceses, ya saben, esos que venían a traer luz, como dijo la Vicepresidenta, hay que joderse. Primera
exclaustración durante el Trienio. Vacío final en 1835. El tal Villachica se hace con el
monasterio. Y ahí empieza quizá el mayor destrozó cultura que ha conocido la
tierra sanabresa en los dos últimos siglos…
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