Entro
en la tienda. Hay cola. Me ve. Hombre,
cómo estás, se dirige a la dependiente, ¿Sabes
quién es?, le pregunta: O nieto de Paco o de Manuel, dice ella.
Estamos en Madrid.
Una ciudad de más de tres millones de habitantes. Pero en algunos lugares,
pocos y estratégicos, la ciudad se transforma en la Sanabria de los años
cincuenta. Y entonces una de los vicentines
(re)conoce a uno de los ferreteros
del Mercado. Se saludan con cordialidad.
Compra, paga y sale de la tienda. Entonces Madrid vuelve a ser una urbe
anónima.
Hay
un mundo que ya se va en cada uno de los gestos de (re)encuentro que se da en
este Madrid cuyo cielo es el mar
de Lisboa. Y se va, lo sé, porque nadie hablará ya de nosotros cuando aquí todo
sea ciudad y no queden lugares donde viajar en el tiempo. Lugares donde volver
a ver a mi abuelo, montado en su moto, bajando al Mercado a abrir la tienda,
que se hace tarde ya...
PS: Martin
Schifino escribió una vez en la
llorada Revista de libros: “[…] a salvo de aquello que Henry James le
criticaba a la ficción histórica: la ingenuidad de creer que «lo real» puede
capturarse sólo mediante «los pequeños hechos que se consiguen en pinturas,
documentos y reliquias». Lo real, por definición, es lo que se escapa. James
consideraba imposible, también, «la representación de la antigua consciencia,
el alma, la percepción, el horizonte, la visión de individuos en cuyas mentes
no existía la mitad de las cosas que constituyen las nuestras». […] El pasado, dice, es un país extranjero, […]. Nunca seremos en él más que turistas”.
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