Llegar a Galicia en coche.
Desde Castilla. Desde la Sanabria. Pasar las portillas, “las montañas más frías de toda Castilla”,
según escribieron los jesuitas en el XVII, cuando la Casa de Austria empezaba
a agonizar, aunque aún no nos diéramos cuenta. Atravesar el Coto
Mixto, la última zona insumisa al Estado moderno que hubo en la
península. Un territorio de leyenda, tan parecido, en algunos aspectos, al sur
de la mi tierra senabresa, con ese Río de Honor que
nos espera a Juan de la Cuesta y a mí para recordarnos quién fue Torga y porqué lo fue. Llegar
a la Galicia. A un lado Moimenta,
donde, decían los jesuitas, la mitad de
la población es judía y chupan la sangre de los pobres gallegos y senabreses.
El valle del Limia, el
del Támega, los últimos
lugares en los que se levantó la bandera de la postrer dinastía
legítima que hubo en Castilla, la borgoñona. Por aquí peleó y por aquí se
defendió Men Rodríguez, el aguilucho, levantando
la bandera del Rey Muerto, junto con aquel que encarnaba en sí mismo “toda la lealtad
de España”.
Emocionado, paro a tomar un
café. Voy con tiempo. Llueve. Pero no puedo pasar por aquí sin presentarle mis
respetos a los
hombres de un Rey que, quien sabe, hubiera cambiado para siempre la
historia de esta identidad que ahora todos llaman España.
PS: la virtud de la perseverancia, en forma de clásico.
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