9.5.11

De ruta por el oeste (II)

El cielo estaba nublado. Ese gris que sólo se da aquí, en Castilla. Un gris construido sobre ángulos rectos. Seguimos viaje, ahora rumbo a Urueña. Llegar a Urueña es volver. Siempre en primavera. Ese mar que un día fueron los Torozos, convertidas las llanuras ahora en una alfombra verde repleta de cereal. Nos acercamos a la Joaquín Díaz, a ver su tipismo español. No acabo de poder con los museos etnográficos, no sé porqué, pero no puedo con ellos. Esa exaltación de un pasado pobre, de la rudeza de estas tierras y de sus gentes. Avergüenza un poco, la verdad, esta exaltación de la pobreza, tan española, como si hubiera algo que celebrar en la miseria. Un tambor de la Santa Cruz de Abranes. Una gaita del Robledo. Salimos y nos acercamos a la Ermita de la Anunciada, a unos dos quilómetros del pueblo. Aquí hubo un monasterio. No queda nada. La ermita, señorial, nos recibe con su románico sobrio. La guía nos recita una historia que conoce de memoria. El viajero palpa la piedra. La ermita fue Monasterio, luego fue parroquia y hoy apenas es nada. La fugacidad de las cosas. Volvemos al pueblo. A almorzar. Y a pasear por la Villa. A volver a ver aquel texto de Colinas, que recuerdo de memoria desde mi primera visita aquí, hace tantos años: “¿Conocéis el lugar donde van a morir las arias de Haendel?" Un paseo por la historia de la imprenta, de la edición, un paseo por lo que nos hace radicalmente humanos: la capacidad de construir mundos simbólicos a través de unos signos que llamamos escritura. Por eso sólo leyendo somos capaces de elevarnos sobre el día a día. Por eso uno no puede ser persona, en sentido integral, sino es una persona culta. Ya sé que este un discurso demodé, pero qué quieren, cada día lo tengo más claro. Sólo la persona erudita es capaz de valorar las ideas del otro, de tener una actitud abierta ante la vida. De asumir, en suma, que la melancólica finitud de lo que nos rodea. Los libros, ah, los libros...

Va cayendo la tarde. Una librería tras otra. Esas vidas que se esconden detrás de cada libro usado; esas firmas misteriosas que ya no nos dicen nada en una dedicatoria ajada por el tiempo. La lectura, como el paseo, cansa. No era vano Cervantes cuando escribió aquello de que el que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho” en la segunda parte del Quijote. Salimos extarmuros, a mirar. A lo lejos, muy a lo lejos, se ve, que la tarde ha ido aclarando, las montañas de la tierra de Sanabria. El viento se bate con fuerza contra nosotros, se mecen las mieses. Rodeamos la muralla dando un paseo hasta llegar a los coches. Es hora de seguir nuestro camino. La ciudad de los iscariotes nos espera.

PS: Antonio Machado dejó escrito: “¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra / de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra”.

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