4.4.11

El primer iberoamericano universal (II)

Leer desentumece les decía ayer.

Y ejercita.

Le hablaba, desocupado lector, sobre la última obra del profesor Lucena. Una obra que es la biografía de un hombre que vivió varias vidas. En un mundo en el que no había Internet, ni viajes en primera ni teléfonos móviles. Un hombre, digo, que vivió varias vidas, envenenado siempre por la política.

El joven criollo de extracción media que fue testigo de joven de la oposición mantuana al reformismo borbónico. El hombre que vivió de adolescente la lucha de Gálvez frente a Cagigal.

El hombre que fue leal súbdito de la Monarquía hispánica, un militar ilustrado, que es lo que en el fondo le hubiera gustado ser toda su vida. El hombre que se jugó su vida en la defensa de Melilla ante los ataques de los moros.

El hombre que fue un viajero impenitente, sólo leal a sí mismo, que viajó por los Estados Unidos codeándose con John Adams y donde se presentó ya como el fugitivo de una justicia tiránica incompatible con la libertad, lo que no le impedía acogerse al auxilio del embajador de la Monarquía allí, gracias a sus buenas relaciones con la élite criolla en el Caribe, en un mundo que estaba aún empezando y en el que el holandés, por ejemplo, era aún la lengua mayoritaria de Nueva York.

El hombre que viajó por toda Europa, empezando por Londres, donde no tardó en hacerse amigo del embajador de la Monarquía, y donde accedió pronto a los círculos más influyentes, en un Reino, el Británico, deseoso de tomarse la revancha por el papel jugado por las monarquías francesas y española en la independencia de sus colonias.

El hombre que viajó por Italia, que estuvo en Prusia y en Austria y que en Rusia fue acogido, y pensionado, por la Emperatriz

El hombre que fue un militar al servicio de la Revolución francesa, que estaba donde había que estar y que conoció, y trató, no sólo a Napoleón sino incluso a Fouche, el genio tenebroso, que luchó por la revolución en los campos de batalla y que también sintió de cerca el peso de la guillotina. Y cuyo nombre está hoy inscrito en el Arco del Triunfo de París…

En fin, el precursor, el hombre condenado a no ver liberada la tierra por la que luchó, el que orientaba a los jóvenes españoles de América cuando llegaban a Londres en busca de apoyo para su proyecto de separación de la España europea. El hombre que estuvo al mando de los cien días. El enemigo de Monteverde.

El hombre, claro, traicionado por los suyos y entregado a los realistas, condenado a morir en España, viejo ya y enfermo, en el mismo Cádiz donde se hizo posible el último intento de concordia entre aquellas dos Españas…

El hombre que desconfiaba de quien no bebía con él, el hombre que fue un lector voraz toda su vida, siempre preocupado por la suerte de su biblioteca, el grafómano insaciable, el que no volvió a ver a su mujer y a sus hijos, a los que consumió, lo dice Lucena, “esa forma extrema de presencia que es la nostalgia”.

Ese hombre es Francisco de Miranda, biografiado por Manuel Lucena.

No se lo pierdan.


PS: Stephen Spender lo escribió y Manuel Lucena lo utiliza como apertura de su obra: Pienso todo el tiempo / en aquellos que de verdad fueron grandes. / Los nombres de quienes en sus vidas / lucharon por la vida, / los que acarrearon en sus corazones / el centro del fuego. / Nacidos del sol, viajaron a su encuentro un corto trecho. / Dejaron el aire transparente sembrado con honor".


PD: Mañana, también con la fresca, a Mérida.

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