22.3.11

La Casa del Barrio, su abuelo y Grass...

Se me van las tardes charlando, no tengo remedio. Me pones un café, una conversación interesante, y no tardo ni veinte segundos en levantar la vista del ordenador y pasar del trabajo acumulado. La vida pasa, el trabajo ahí sigue, y entre una cosa y otra, qué quieren que les diga, me interesa más aquella que todo este…
Luego se hizo casi de noche. Volví de la bici. Estábamos en la Puebla, tomando unos vinos, para celebrar el día del padre. Este año hará setenta y nueve ya. Aquella España. Nació en 1932 y por ahí tengo su cartilla de racionamiento de la postguerra. Con catorce años, a trabajar al túnel cuatro. Donde moría la gente del “mal de la vía”. Qué duro, pero qué hermoso, aquel documental sobre los carrilanos. Esta vez nos pusimos a hablar de su abuelo. Mi bisabuelo. Se llamaba Miguel, pero todo el mundo en el pueblo lo conocía como Miguelán. Nació, esto lo supe más tarde, el 13 de abril de 1875. Es curioso que con casi todos mis bisabuelos me llevo casi cien años. Nació en La Casa del Barrio. Ahora ya no queda casi nada de esa Casa, pero es uno de los conjuntos arquitectónicos más enigmáticos que aún pueden verse en un pueblo tan dado a los enigmas como el mío. La piedra, aún puede verse, está sacada de una Iglesia (algunos eruditos locales sostienen que en el Barrio está el origen del pueblo y que probablemente la primera iglesia se ubicaba allí) y pueden verse aún restos no sólo de policromía, sino también de cantería. La Casa del Barrio, siempre que habla de ella, mi padre lo dice en mayúsculas. Ahí tenemos, aún, la cortina cerrada del Barrio. Allí ya casi quedan casi construcciones habitadas, y a las calles se las ha ido comiendo la naturaleza, esa amiga tan simpática que, en cuanto te descuidas, te borra de la faz de la tierra…
Eran cuatro hermanos y siempre sospeché que él era el menor. Eran los hijos de Isidro y Margarita, nacidos probablemente en el entorno de 1850 y también ambos hijos de mi pueblo. Mi padre habla de él con pasión, aunque haga ya casi medio siglo que murió. Miguelán era cariñoso con sus nietos, y eso que la pasó mal. Vista en perspectiva, su vida deja poco espacio para la poesía. Imagino que aprendió a leer y cuidaba el ganado. Se casó con una mujer hermosa de la que ya no queda ninguna memoria en mi familia. Se llamaba Micaela. “Estaba ya mala desde cuando se casaron” me dice mi padre, que se lo oyó contar a su madre. Tuvieron tres niñas. Ningún varón. Aquello en la España finisecular era una desventaja, se mire como se mire: Petra, la mayor, nació en 1904, Serafina Micaela en 1906 y Pilar un año después (creo). Al poco de dar a luz a Pilar, Micaela murió. Un hombre con apenas treinta años, tres niñas pequeñas y viudo. Un papelón. Marchó a Madrid. Dejó aquí a las niñas. “A mi madre, con la ti Paula”, dice mi padre, que se emociona cuando lo cuenta. Supongo que fue a servir, quizá a casa de algún noble. Probablemente a cuidar coches de caballos. En algún momento volvió. No sé bien el año. De nuevo en el pueblo, volvió a casarse. Esta vez con Jacinta. Ya no tuvieron hijos. Sus niñas se fueron haciendo mujeres y se fueron casando. Serafina lo hizo con José “era buen mozo”, me contaba mi abuela ya muy mayor en algún verano de principios de los noventa, cuando su nieto pequeño la inquiría por cosas de su infancia. Probablemente los nietos lo fueron haciendo feliz. No tuvo muchos; Serafina tuvo tres hijos, pero uno murió de niño; Pilar tuvo dos y uno de ellos murió de niño, y Petra cinco, de los que también uno murió de niño. Pero sólo Serafina se quedó en el pueblo. Así que los nietos con los que más trató fueron sus hijos. Fue envejeciendo, pero seguía con la cabeza lúcida. Siempre con una peseta en el bolsillo para sus nietos. Vivía en la plaza, en la casa en la que nació mi padre, una casa que heredó de su primera mujer, Micaela. “Ya de mayor vino con nosotros a la Iglesia”, me cuenta papá. Con casi ochenta años, se montó en su burra para ir a la Puebla “a ver al Caudillo”, el día que el General Franco inauguró la línea férrea en la que tantos murieron. Falleció en torno a 1963, con casi noventa años. “Estaba perfecto de salud, pero se cayó de la burra en el Uteiro” y ya no se recuperó. Murió al poco y lo enterraron, claro, en Santa Colomba.
Nos acabamos los vinos. En El tambor de hojalata, uno de los protagonistas dice algo así como que en todas las familias ha de haber alguien que indague en la memoria de los muertos para que sus vidas no desaparezcan en la noche del tiempo. Miro a mi padre y sonrío. Con tanto palique se nos ha oscurecido. Montamos en el coche y volvemos para casa.

PS: Hoy en Valladolid de nuevo

3 comentarios:

Celtovacceo dijo...

Magnifica estampa de un trocito de las vidas que hicieron posible que hoy escribamos aquí

Anónimo dijo...

"El olvido es una segunda muerte, la peor"(sic)

DeBARRIO dijo...

Ese escudo ... NPI de Heràldica el que lo hizo! ... vistas su progresion la cruz de san Andrés se convertirà en signo de doble bastardia ... indigno fin del blason del "semper fidelis" Men Rguez de Sanabria que desafio al "àrbrito de reyes"