10.11.10

Nuestra izquierda, nuestra miseria...

Lo peor que nos pasa, políticamente hablando, a los que no somos de izquierdas, es descubrir el bajo nivel de nuestros adversarios políticos. A uno lo hace grande tener un rival de talla, en todos los órdenes, en el político, en el personal, en el amatorio…

Las declaraciones del tal González. Presidió los gobiernos más corruptos del siglo XX español. Nunca tuvo principios, sólo el poder por el poder. Ni el cambio ni el recambio. Era todo un eslogan. Como nunca han entendido nada, pensaron que se podía combatir el terror con el terror. No. Nunca. Con la ley y con el Estado de derecho que ellos, acomplejados analfabetos, nunca se atrevieron a aplicar. Prefirieron los atajos, como el mal estudiante que prefiere copiar. Aquí Jaime Mayor tenía razón, siempre la tuvo, y ellos no. No hay mucho más que hablar.

Tantos años después y sigue sin entender nada. Aún no sabe si hizo lo correcto. Nunca lo sabrá, porque no le da la capacidad para el juicio moral. El día que el Estado abandona la legalidad y combate al crimen con el crimen, se convierte en un criminal. Y en un criminal, además, muy peligroso. No hay más. Los GAL fueron un horror, no porque salieran mal, sino porque existieron. Había que tener cojones para cerrar el Egin y echar a ETA de las instituciones. No los tuvieron y se limitaron, gentuza, a contratar mercenarios. La vía más fácil. Y la más aterradora. Porque, en el fondo, nunca han creído en el Estado de Derecho. Porque en el fondo son rojos, y ser rojo y demócrata siempre ha tenido algo de contradictorio, tan imbuidos como están en la certeza de llevar siempre razón.

Felipe González. Nunca le perdonaré que me obligara a afiliarme a un partido político con tal de echarlo del poder.

Este es el nivel de nuestra izquierda. Esta es la gente que siempre se ha creído mejor que los demás. Y que estaban por encima del resto. Esto es lo que hay.


PS: "De repente se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen, monsieur de Talleyrand caminaba sostenido por Monsieur Fouché".

Chateaubriand, François de: Memorias de ultratumba (Libros XIII-XXIV). Tomo II. Página 1.310.

6 comentarios:

JM García dijo...

El socialismo es un dogma y como tal se practica. Eres creyente o no eres socialista. por eso les molesta la religión católica, se sienten desplazados. Los socialistas han venido al mundo a salvar la humanidad, a crear el "hombre nuevo" en la sociedad justa regida por los socialistas.
EL problema de quienes tienen inclinaciones algo más liberales es que pretenden razonar con esta gente. La fe no se razona, se acepta. De qué otra forma se entendería que a estas alturas haya gente dispuesta a votar de nuevo por ZP?

Anónimo dijo...

Las miserias de González y de la izquierda son intrínsecamente distintas.

Sobre el texto:

No conoce el siglo XX español.

Egin es un estado tonteando con la libertad de expresión, un cierre declarado injustificado y una empresa quebrada por el estado. Es un insulto a la inteligencia que un presunto liberal y defensor del estado de derecho ponga ese ejemplo.

El anterior gobierno norteamericano y gran parte del partido republicano se congratula de torturas, cárceles secretas en el extranjero y la detención indefinida sin cargos como método más eficaz contra terroristas, interesante como el partido liberal-conservador más importante del planeta comparte y convierte en un juego de niños las miserias de nuestro Felipe.

Por cierto, tras leer este texto tan insoportablemente arrogante y ver la referencia a la superioridad que tantos progres se otorgan he corrido a revisar el blog a ver si todo esto no era más que una fina ironía, lamentablemente me temo que debo compadecerle, sus rivales al menos en lo intelectual deben de haber sido de lo más penoso. Hasta el más vergonzoso, corrupto y criminal González que pueda imaginar le queda demasiado grande, joder, es que Willy Toledo le queda grande defendiendo la tiranía cubana.

Anónimo dijo...

La condescendencia de González hacia la explicación estereotipada de la globalización es la misma de la que ha hecho gala la izquierda democrática, hasta quedar atrapada en una contradicción irresoluble: la de buscar respuestas propias a partir de un análisis ajeno. En los mismos años en que cayó el muro y se desarrollaron las nuevas tecnologías, tuvo lugar otro acontecimiento decisivo al que, sin embargo, no se suele responsabilizar de la globalización. Dos de los países con las economías más desarrolladas del mundo, Estados Unidos y el Reino Unido, llevaron a cabo la revolución conservadora, un programa político que Ronald Reagan y Margaret Thatcher aplicaron primero en el plano interno pero que, después, exportaron al resto del mundo con la ayuda de una ingente literatura procedente de esos templos de la ortodoxia que son los think tanks, y que luego trasladaron a las instituciones económicas internacionales. Inspirados por esa literatura, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de organismos como la OCDE, generaron una doctrina e inspiraron unas políticas que, contempladas a la luz de la crisis actual, aparecen como lo que eran: auténticos dislates, más próximos del pensamiento mágico que de la experiencia económica acumulada. Recuérdese tan sólo que hace menos de una década se decía, por ejemplo, que la desregulación de los mercados terminaría con los ciclos de expansión y recesión.

La idolatría del mercado, en contra de lo que dice González, no es en sí misma un nuevo totalitarismo; sino la inquietante premisa sobre la que se puede llegar a construir, porque se trata de una manifestación de ese género de ideologías que, en palabras de Hannah Arendt, "pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad". La posición en la que se ha colocado la izquierda democrática, y que amenaza con alejarla del poder durante mucho tiempo, es la de combatir el enunciado de la idolatría del mercado para, a continuación, aceptar como una inevitable fatalidad sus devastadoras consecuencias. Es lo que hace González cuando asegura que el principal problema al que se enfrenta la sociedad actual es la empleabilidad, no el empleo. Por empleabilidad entiende la capacidad que han de adquirir los individuos para encontrar un puesto de trabajo alternativo cuando el suyo sea destruido a consecuencia de las políticas inspiradas en esa idolatría. En verdad, da miedo pensar en el modelo de sociedad que presupone el concepto de empleabilidad; una sociedad en la que la vocación de los individuos, el aprovechamiento de sus capacidades específicas, las habilidades adquiridas por su experiencia y, en definitiva, su libertad, queden supeditadas a la necesidad de encontrar un empleo, sea el que sea.

Si la izquierda democrática quiere recuperar las posiciones que ha perdido tendría que convencerse de que debe ser radical en los análisis para estar en condiciones de proponer soluciones pragmáticas, y no al contrario. La globalización no se explica por la caída del muro de Berlín y la revolución tecnológica, sino por el sentido que impuso a esos dos hechos la revolución conservadora. De lo que ahora se trata es de que la izquierda democrática les dé un sentido diferente, haciendo el camino inverso, si es que todavía dispone de fuerza suficiente para hacerlo. Primero, promoviendo en las instituciones económicas internacionales otra doctrina que inspire políticas distintas de las que llevaron a considerar la desregulación como una panacea y, después, aprovechando ese margen para combatir en el plano interno los devastadores efectos de la idolatría del mercado. Entre otros, ese que exige que el hombre nuevo de la nueva era adopte como máxima la de la empleabilidad.

Anónimo dijo...

La condescendencia de González hacia la explicación estereotipada de la globalización es la misma de la que ha hecho gala la izquierda democrática, hasta quedar atrapada en una contradicción irresoluble: la de buscar respuestas propias a partir de un análisis ajeno. En los mismos años en que cayó el muro y se desarrollaron las nuevas tecnologías, tuvo lugar otro acontecimiento decisivo al que, sin embargo, no se suele responsabilizar de la globalización. Dos de los países con las economías más desarrolladas del mundo, Estados Unidos y el Reino Unido, llevaron a cabo la revolución conservadora, un programa político que Ronald Reagan y Margaret Thatcher aplicaron primero en el plano interno pero que, después, exportaron al resto del mundo con la ayuda de una ingente literatura procedente de esos templos de la ortodoxia que son los think tanks, y que luego trasladaron a las instituciones económicas internacionales. Inspirados por esa literatura, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de organismos como la OCDE, generaron una doctrina e inspiraron unas políticas que, contempladas a la luz de la crisis actual, aparecen como lo que eran: auténticos dislates, más próximos del pensamiento mágico que de la experiencia económica acumulada. Recuérdese tan sólo que hace menos de una década se decía, por ejemplo, que la desregulación de los mercados terminaría con los ciclos de expansión y recesión.

La idolatría del mercado, en contra de lo que dice González, no es en sí misma un nuevo totalitarismo; sino la inquietante premisa sobre la que se puede llegar a construir, porque se trata de una manifestación de ese género de ideologías que, en palabras de Hannah Arendt, "pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad". La posición en la que se ha colocado la izquierda democrática, y que amenaza con alejarla del poder durante mucho tiempo, es la de combatir el enunciado de la idolatría del mercado para, a continuación, aceptar como una inevitable fatalidad sus devastadoras consecuencias. Es lo que hace González cuando asegura que el principal problema al que se enfrenta la sociedad actual es la empleabilidad, no el empleo. Por empleabilidad entiende la capacidad que han de adquirir los individuos para encontrar un puesto de trabajo alternativo cuando el suyo sea destruido a consecuencia de las políticas inspiradas en esa idolatría. En verdad, da miedo pensar en el modelo de sociedad que presupone el concepto de empleabilidad; una sociedad en la que la vocación de los individuos, el aprovechamiento de sus capacidades específicas, las habilidades adquiridas por su experiencia y, en definitiva, su libertad, queden supeditadas a la necesidad de encontrar un empleo, sea el que sea.

Si la izquierda democrática quiere recuperar las posiciones que ha perdido tendría que convencerse de que debe ser radical en los análisis para estar en condiciones de proponer soluciones pragmáticas, y no al contrario. La globalización no se explica por la caída del muro de Berlín y la revolución tecnológica, sino por el sentido que impuso a esos dos hechos la revolución conservadora. De lo que ahora se trata es de que la izquierda democrática les dé un sentido diferente, haciendo el camino inverso, si es que todavía dispone de fuerza suficiente para hacerlo. Primero, promoviendo en las instituciones económicas internacionales otra doctrina que inspire políticas distintas de las que llevaron a considerar la desregulación como una panacea y, después, aprovechando ese margen para combatir en el plano interno los devastadores efectos de la idolatría del mercado. Entre otros, ese que exige que el hombre nuevo de la nueva era adopte como máxima la de la empleabilidad.

Anónimo dijo...

La condescendencia de González hacia la explicación estereotipada de la globalización es la misma de la que ha hecho gala la izquierda democrática, hasta quedar atrapada en una contradicción irresoluble: la de buscar respuestas propias a partir de un análisis ajeno. En los mismos años en que cayó el muro y se desarrollaron las nuevas tecnologías, tuvo lugar otro acontecimiento decisivo al que, sin embargo, no se suele responsabilizar de la globalización. Dos de los países con las economías más desarrolladas del mundo, Estados Unidos y el Reino Unido, llevaron a cabo la revolución conservadora, un programa político que Ronald Reagan y Margaret Thatcher aplicaron primero en el plano interno pero que, después, exportaron al resto del mundo con la ayuda de una ingente literatura procedente de esos templos de la ortodoxia que son los think tanks, y que luego trasladaron a las instituciones económicas internacionales. Inspirados por esa literatura, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de organismos como la OCDE, generaron una doctrina e inspiraron unas políticas que, contempladas a la luz de la crisis actual, aparecen como lo que eran: auténticos dislates, más próximos del pensamiento mágico que de la experiencia económica acumulada. Recuérdese tan sólo que hace menos de una década se decía, por ejemplo, que la desregulación de los mercados terminaría con los ciclos de expansión y recesión.

La idolatría del mercado, en contra de lo que dice González, no es en sí misma un nuevo totalitarismo; sino la inquietante premisa sobre la que se puede llegar a construir, porque se trata de una manifestación de ese género de ideologías que, en palabras de Hannah Arendt, "pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad". La posición en la que se ha colocado la izquierda democrática, y que amenaza con alejarla del poder durante mucho tiempo, es la de combatir el enunciado de la idolatría del mercado para, a continuación, aceptar como una inevitable fatalidad sus devastadoras consecuencias. Es lo que hace González cuando asegura que el principal problema al que se enfrenta la sociedad actual es la empleabilidad, no el empleo. Por empleabilidad entiende la capacidad que han de adquirir los individuos para encontrar un puesto de trabajo alternativo cuando el suyo sea destruido a consecuencia de las políticas inspiradas en esa idolatría. En verdad, da miedo pensar en el modelo de sociedad que presupone el concepto de empleabilidad; una sociedad en la que la vocación de los individuos, el aprovechamiento de sus capacidades específicas, las habilidades adquiridas por su experiencia y, en definitiva, su libertad, queden supeditadas a la necesidad de encontrar un empleo, sea el que sea.

Si la izquierda democrática quiere recuperar las posiciones que ha perdido tendría que convencerse de que debe ser radical en los análisis para estar en condiciones de proponer soluciones pragmáticas, y no al contrario. La globalización no se explica por la caída del muro de Berlín y la revolución tecnológica, sino por el sentido que impuso a esos dos hechos la revolución conservadora. De lo que ahora se trata es de que la izquierda democrática les dé un sentido diferente, haciendo el camino inverso, si es que todavía dispone de fuerza suficiente para hacerlo. Primero, promoviendo en las instituciones económicas internacionales otra doctrina que inspire políticas distintas de las que llevaron a considerar la desregulación como una panacea y, después, aprovechando ese margen para combatir en el plano interno los devastadores efectos de la idolatría del mercado. Entre otros, ese que exige que el hombre nuevo de la nueva era adopte como máxima la de la empleabilidad.

El Perdiu dijo...

"lamentablemente me temo que debo compadecerle"
Ah nuestra izquierda, ¡¡siempre tan misericordiosa!!