31.5.10

La crisis de verdad...

La crisis más profunda que padecemos no es tanto una crisis económica como una crisis moral. No creo que sea algo exclusivo de España; el mundo occidental va declinando y no sabemos bien a qué agarrarnos ya. Hace tiempo que olvidamos (si es que alguna vez lo supimos) que las personas que están en la vida pública han de ser ejemplos de transparencia y de determinadas virtudes (honradez, esfuerzo, integridad, inteligencia) para que, con su conducta, ayuden a crear ciudadanía entre los individuos. Nada de eso ocurre hoy en España. Nadie en su sano juicio considera que el tal Bono sea un ejemplo de virtud, o que el tal Camps sea ejemplo en general de algo positivo. A la cosa pública se va a servir y a ayudar a construir ciudadanía. Nada más. Tampoco nada menos. A lo que está claro que no se va (o no se debería ir) es a descalificar sistemáticamente al adversario, a negar la realidad por sistema o a considerar bobos a los votantes, propios o ajenos.

Todo se perdió hace tiempo, y lo perdieron todos, la verdad, los tirios y los troyanos. Los políticos son en esto una casta, especialmente repugnante, que vive de privilegios que están vetados al resto. No tiene ningún sentido, ni ninguna lógica, el régimen de pensiones de un miembro de las Cortes Generales. No tiene ningún sentido que a un presidente autonómico no se le multe cuando se le caza cometiendo un delito contra la seguridad vial. Nada de esto tiene en general sentido. Tanto ruido, ruido negro además, de la gente que debería darnos ejemplo.

Así no vamos a ningún sitio. Mientras la gente virtuosa no se dedique a la cosa pública, estamos bastante jodidos. Triunfa la mediocridad y, como decía Azaña, las leyes son cosa de juego y el fabricarlas una diversión. Y en esto Zapatero es sólo una consecuencia. Sólo un sistema de selección de élites tan podrido como este permite que un petimetre como él llegue a dónde ha llegado.

PS: [Describiendo el final de la Iª República] Ángel Ossorio y Gallardo […] apostilló: “Pavía hizo disparar unos tiros al aire y aquellos ministros y diputados que habían jurado morir en el recinto, echaron a correr. Ni una muerte, ni una herida, ni un rasguño, ni una contusión, ni un cardenal. La República, que había podido morir en la tragedia o en la anarquía, prefiero morir en el ridículo.”

Citado por Borràs Betriu, Rafael: La guerra de los Planetas. Memorias de un editor. Ediciones B, Barcelona, 2005. Página 531

PS: de camino a Mérida

2 comentarios:

Extratraterrestre Enfurecido dijo...

Ahí le duele. Solo un sistema de selección de élites como este puede dar un resultado como este.
Desde el punto que se considera a personas sin ningún tipo de mérito como modelos a seguir todo está perdido.
Nuestros chavales se fijan en los futbolistas o en los cantantes no como personas que se han esforzado para llegar a donde están, sino por todo lo contrario. Porque perciben que no hace falta nada de esfuerzo, sino solo suerte para llegar a donde estos llegaron.
Súmese la casta política; súmese todos los tomates y belenes estébanes y norias y similares; súmese el pelotazo y la corrupción y el enriquecimiento ilícito, añádase la envidia correspondiente y mézclese todo eso bien con el conocido adagio de que nadie se enriquece trabajando.
Mientras no cambiemos eso bien podemos estar hablando de liberalismo o del sexo de los ángeles, que dará lo mismo

Anónimo dijo...

"Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen como les gustaría hacerla; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias ya existentes, dadas y transmitidas por el pasado". Qué imponente sentencia. Marx captura en ella la potestad de acción propia del empeño humano al tiempo que nos recuerda cómo hasta los más poderosos están limitados por la geografía y por la historia.

¿Qué significa eso para la política de hoy día? Para mí, eso significa que deberíamos renegar de nuestra patética obsesión con las personalidades políticas y burlarnos del sensacionalismo de los tabloides y de los talk-show por ser lo que son: un insulto a nuestra inteligencia. Por supuesto que los medios tienen el deber de informar con rigor, pero también el de poner las cosas en su contexto. ¿Anuncia la llegada de la coalición de conservadores y liberal-demócratas en Reino Unido una nueva era? Uno lo duda, ya que ellos, a su vez, tienen que lidiar con déficits masivos, con la cuestión de la inmigración y la retorcida relación con Europa. ¿Es muy diferente el papel de Putin en Rusia? Ciertamente sabe cómo meter a banqueros en la cárcel, fastidiar a las compañías energéticas occidentales y endurecer la actitud de sus fuerzas armadas; pero ¿qué puede hacer para acabar con el alcoholismo generalizado, la desintegración demográfica, el insoportable clima, los murmullos de las minorías y las incompetencias de un orden social sin incentivos?

Tales conclusiones nos llevan lógicamente a algunas consideraciones acerca de la trayectoria de la reciente Administración de Obama. Sus políticas han sido, en esencia, las del control de daños y el reparar los mástiles del barco. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Ocuparon sus despachos cuando el sistema bancario norteamericano y el orden financiero internacional parecían próximos al colapso. Heredaron una guerra imposible de ganar en el Hindu Kush y todavía tienen que calcular cómo manejarla a largo plazo. También han heredado desastres medioambientales, no causados pero seguramente agravados por regulaciones poco exigentes y por el abusivo despilfarro de nuestros recursos naturales. Gobiernan un país cuyo entramado social, especialmente en muchas ciudades del interior, está gravemente dañado y carente de fondos para su reparación.

Y ellos, al igual que todos los que presenciaron maravillados la impresionante campaña electoral de Obama, ocuparon ese agitado campo político y económico demasiado influidos por expectativas excesivas y promesas exageradas. Los poderes del presidente norteamericano y del Congreso (si decide cooperar con él) son amplios y es mucho lo que se puede hacer para mejorar los asuntos nacionales e internacionales. Pero todos esos poderes están establecidos dentro de unos límites y los líderes nacionales deberían ser humildes al respecto. Y, quién sabe, quizá esté llegando el tiempo en el que incluso los ensimismados políticos norteamericanos puedan leer algo del primer Karl Marx y meditar sobre su observación de que los hombres "solo" hacen la historia bajo circunstancias ya existentes y transmitidas por el pasado. Entonces podrían ser un poco menos charlatanes con sus promesas de ir a transformar el mundo si fueran elegidos.

Paul Kennedy