3.5.10

Fin de semana

Sigo leyendo, entre caja y caja. Sido, además, viendo alguna que otra película. El otro día me hice con El joven Lincoln, un clásico de finales de los años treinta, de John Ford, protagonizada por Henry Fonda. Buen cine para echar la tarde; un joven y desconocido abogado que lucha por hacerse un hueco en la joven Norteamérica de los años treinta del siglo XIX. Empecé a ver también Leaving Las Vegas. No sólo es la canción de Amaral, es que Hornuez me la recomendó vivamente hace tiempo. A la media hora dejé de verla, no estaba yo con ánimo de ver historias de autodestrucción, sinceramente. Además, tenía que irme de caso. En cualquier caso, acabaré de verla y ya le contaré, desocupado lector.

En cuanto a lecturas, absorbido por Los olvidados, de Tzouliadis. Absorbido e impactado. Nunca se acaba el horror del gulag, nunca termina. Nunca. Ahora, la historia de obreros estadounidenses que en los años treinta creyeron la propaganda soviética sobre el primer Estado obrero de la historia. Casi todos murieron asesinados después de ser esclavizados por el terrorífico régimen comunista de Stalin. Joseph Davies, el reverso perfecto de Ángel Sanz Briz o de Propper de Callejón. No todas las historias acaban ni todo el mundo es valiente cuando hay que serlo.

Esto me recuerda a la heroica forma de lucha de Almodóvar contra el dictador: no nombrarlo. Nuestra izquierda, siempre tan valiente…


PS: El saldo es notable [de las purgas militares de 1937]: de cinco mariscales, murieron tres; de 14 generales comandantes del ejército, sobrevivieron dos; de ocho almirantes, ninguno; de sesenta y siete comandantes de cuerpo, sesenta fusilados; 136 generales de división de 199 […], el 80% de los coroneles 35.000 oficiales, es decir, la mitad.

Meyer, Jean: Rusia y sus Imperios (1894-2005). Círculo de Lectores, Barcelona, 2007. Página 283

1 comentario:

Anónimo dijo...

En 1980, Ronald Reagan ganó las elecciones presidenciales con el lema El Estado no es la solución sino el problema. En 1987, Margaret Thatcher dictaminaba en una revista para mujeres que “la sociedad no existe”. Hace unos días, Esperanza Aguirre completó el cuadro de hostilidad y desprecio hacia lo colectivo y lo público al afirmar que “la corrupción es inherente a las instituciones”. No son exabruptos, sino manifestaciones de la lógica liberal y neocon: no al Estado, a la sociedad, a las instituciones. Sustituidos por la desregulación, el individualismo de rapiña, la ley del más fuerte o de quien mejor saquee las arcas públicas.
No es contradictorio que quienes demuestran tal animadversión hacia los mecanismos tradicionales de protección de los intereses generales formen partidos políticos, se presenten a las elecciones y gestionen las instituciones del Estado concebidas para proteger a la sociedad civil. Lo hacen con la finalidad de dinamitarlas para que se expandan la codicia, el muy famoso y siempre mal interpretado ¡enriqueceos! y se obtengan resultados tan óptimos como la actual crisis mundial en donde, gracias a la falta del Estado y las instituciones y al imperio de la desregulación, la inmensa mayoría se arruina y una exigua minoría se enriquece.
La idea de que la corrupción es inherente a las instituciones es un intento de desviar la responsabilidad de las fechorías de los presuntos corruptos sobre los mecanismos de que se valen, y una muestra de ignorancia y mala fe. Ignorancia porque no sabe que, siendo las instituciones puros medios o instrumentos, carecen de toda condición inherente. Y ya no digamos si, dada la flexibilidad del concepto institución, recordamos que la más característica de nuestra sociedad es la familia. Mala fe porque el matiz de que lo que importa no es que la corrupción se dé, sino si se toman o no medidas cuando se haya dado, viene a decir que carece de sentido la actividad preventiva de comportamientos ilícitos y sólo lo tiene la punitiva. O sea, la corrupción únicamente es condenable si se detecta; si no se detecta, forma parte de las reglas del juego de unos políticos que entienden su mandato como una ocasión de enriquecerse personalmente o facilitar que lo hagan los parientes y allegados.
No pueden ser corruptas las instituciones, sino los/as políticos/as que las ocupan.