31.8.07

Día 11. En la capital del mundo

Madrugamos. Hay tráfico, pero el viaje no se hace muy pesado. Lo peor de las carreteras norteamericanas son los límites de velocidad, que oscilan entre los 89 quilómetros por hora en algunos Estados a los 73 en otros. Paramos en una gasolinera y nos extraña ver que no es autoservicio. Una ley del estado de Nueva Jersey prohíbe las gasolineras en modo autoservicio. ¿Qué pasaría en España si una Comunidad legislara eso? ¿Se rompe por ello la unidad de mercado? Cuando entre las partes hay lealtad, los problemas empequeñecen.

Otra cosa llama la atención a un europeo; la pienso ahora que veo que la capital de este Estado de NJ es Trenton en vez de Newark (aquélla es tres veces más pequeña que esta), es la de que la capital de los Estados esté en ciudades que, con el paso del tiempo, se han quedado en nada. La capital del Estado de Nueva York es Albany (el puerto al que más arriba podían llegar los barcos por el Hudson); la capital de Connecticut es Hartford y no Bridgeport; la de California, Sacramento, la de Pensilvania es Harrisburg y no Filadelfia…

Llegamos de nuevo a Manhattan. Ahora nos alojamos cerca de las Naciones Unidas, en el Hotel Tudor. Salimos a por la ciudad. Jimena decide ir al MOMA; Carles, Àngel y yo queremos ir al Empire State. Cuando llegamos, la cola nos hace desistir. El guardia de seguridad nos dice que el tiempo de espera medio es de dos horas. Ni locos nos quedamos. Así que seguimos paseando por la ciudad. Manhattan no se acaba nunca. Edificios, empresas, personal, todo heterogéneo, todos indiferentes unos de otros. Al pasar por Madison recuerdo El Federalista y el importante papel que él y sobre todo Hamilton jugaron durante el invierno de 1787 cuando apostaron públicamente por un gobierno federal fuerte que superara los egoísmos de los Estados. No les vendría mal leerlos a alguno de nuestros políticos analfabetos, ahora que andamos todos en ver qué Comunidad Autónoma es más singular que las demás. A mí en la facultad de estas cosas me hablaba Ramón Cotarelo. Qué tiempos aquellos en los que había algo parecido a una izquierda ilustrada en España. Seguimos de paseo. Entramos en Macy´s, hay que aprovechar la depreciación del dólar y hacer algunas compras. A la hora del almuerzo nos reunimos de nuevo con Jimena. Elegimos un italiano y decidimos ir por la tarde a Chinatown. Para ello, tomamos el destartalado metro neoyorquino.

Al igual que ocurre en otras partes del país, cuando el viajero llega a Chinatown le parece haber estado allí antes. Hemos visto tantas veces esas imágenes. Empieza el juego. Alguien te ofrece un reloj, otro te dice que conoce a alguien que puede saber algo de la marca por la que preguntas. Para las camisetas y otros artículos similares, el regateo es al por mayor. Tras hacer algunas compras, volvemos en metro. En la parada, las indicaciones están también en chino. Bajamos en Central Park. Pequeño paseo, compras de algunos libros. Entramos en un bar. El camarero es irlandés. Cuando le decimos que venimos de España nos dice “Fernando Torres, Atlético”. Para que luego digan que son unos pupas.

Cuando llega la hora de la cena, elegimos un restaurante cercano al hotel. Es caro, para lo que ofrece, pero estamos en Manhattan. Una copa de vuelta. Va habiendo cansancio, pero también nostalgia. Mañana por la tarde volvemos a España.

30.8.07

Día 10. En la tierra de los cuáqueros

Filadelfia, la ciudad del amor fraterno, fue fundada como una utopía. Urbanizada en cuadrículas, a cada colono se le concedía una. Llegamos temprano y nos alojamos en un hotel cercano al río. La dinámica de los hoteles norteamericanos es extraña. El chequin se hace a partir de las tres de la tarde, pero el checaut se hace a las once de la mañana. Así que tenemos que dejar las cosas en el coche y echarnos a andar por Race Street para descubrir la ciudad. Aquí se concentra una parte importante de la historia del país. Tras dejar atrás el Constitution Center, El turista entra en el Independece Visitor Center, un Centro de Recepción de Visitantes en sentido amplio. La historia del país y la importancia de la ciudad adecuadamente contextualizada. Un poco más adelante, el Liberty Bell Center edificio donde guardan la histórica Campana de la Libertad. Un video explica la importancia de la campana en la historia del país, tanto en la lucha por la independencia, como en la lucha contra la esclavitud. “Llevad la libertad hasta el último rincón del territorio”. El mito del adán norteamericano. La última frontera. El territorio de la libertad.

Seguimos paseando por la ciudad colonial y nos adentramos en el Independence Nacional Historical Park. Ante nosotros se alza ahora el Independence Hall. El edificio donde se redactó la Declaración de Independencia; quizá el más hermoso texto político de los últimos siglos y que ocupa, junto con el discurso fúnebre de Pericles, un puesto en el altar de la libertad:

Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.

Almorzamos en un restaurante cercano y volvemos al hotel. Tras registrarnos y dejar las cosas, seguimos nuestro paseo por la tarde. Ahora nos toca ver la Filadelfia moderna. El Ayuntamiento de la ciudad es un edificio extraño para estos lares: demasiado recargado, demasiado europeo. Seguimos caminando. Un templo masónico al lado de una iglesia. Caminamos por la Benjamín Franklin en dirección al Museo de Arte. La Catedral de San Pedro y San Pablo. Tomamos unas cervezas en un pub. Hojeo la prensa local. Siguen impactados por el hundimiento de un puente. Para volver al hotel, decidimos tomar el 38, pero cometo un error pensando que da la vuelta y lo cogemos en dirección contraria. Pasamos por los barrios pobres blancos, luego los barrios pobres negros y, al fin, tierra de nadie. Nos apeamos. Oscurece. Esperamos un taxi. Hay cierta inquietud. A un lado, un centro comercial, al otro, nada. Cae la noche. Por fin aparece un taxi, las mujeres y Carles van en él. Quedamos Àngel, Hornuez y yo. Sigue la espera. Por fin, aparece otro. Volvemos al hotel. De camino, a la vez que pasamos por las casas iluminadas en la ribera, el taxista nos ofrece putas y otras delicatessen locales. Declinamos la oferta con cortesía. Decidimos cenar por la zona, en el Columbus Blvd., cerca del puerto. Entramos en una gran nave; junto a la zona de cenas, hay una de juegos. ¿Imaginan el formato? Enorme. No hay tiempo para copa. Mañana queremos irnos temprano a Nueva York y, aunque la distancia es pequeña, suponemos que habrá atasco.

28.8.07

Día 9. Una ciudad sobre la colina

Soy de sueño ligero. Es una característica clásica de las personas con poco apego al trabajo. Me despierta, poco antes de las seis, una tormenta de verano. Es agradable el sonido de la lluvia. Me vienen a la cabeza los acordes de una canción de cuando El último era El último: “todo el día llovió, toda la noche lloviendo”. Nos ponemos de camino hacia Washington. Sigue lloviendo. El atasco, para dejar atrás los alrededores de Pittsburgh, es importante. La mañana se nos va conduciendo y a eso de la una divisamos la capital. Tardamos en acceder, aunque hace rato que vemos el Potomac. Cuando llegamos a la ciudad, decidimos aparcar y comer antes de que nuestra única opción sea un McDonalds. Encontramos un restaurante y entramos. Una de las camareras, salvadoreña; el otro, etíope. Cae un café y volvemos al coche. La ciudad, quizá una de las primeras del mundo en ser planificada expresamente para ser capital, engaña en cuanto a las distancias. Calles interminables y distancias más relevantes de lo que parece a primera vista. Aparcamos cerca de la Casa Blanca y nos dirigimos a ella caminando. Llegamos por fin al 1600 Pennsylvania Avenue, la dirección postal más escrita del mundo.

Vallespín nos contaba en un curso hace muchos años que la estética de los edificios de la capital de Estados Unidos está más relacionada con el intento de hacer un país nuevo sobre la imagen de Roma, que simplemente con el neoclasicismo en boga en la época. Aquella ciudad que se creaba sobre la colina recuperaría de las fuentes clásicas las mejores virtudes y orillaría para siempre la decadencia en la que se habían sumido las sociedades europeas.

Damos una vuelta por el perímetro de la Casa Blanca. El Departamento del Tesoro. Turistas. Magris hace en El Danubio una magnífica reflexión sobre esos estúpidos turistas que se quejan de que los sitios a los que van están llenos de turistas sin pensar, siquiera un instante, que ellos también son un estorbo para las fotos del resto de turistas que piensan, exactamente, lo mismo de ellos. Hay policía en cada esquina. Vemos el Obelisco. Tomamos el coche y vamos hacia el Capitolio. La sede del legislativo estadounidense y una de las siete colinas de Roma. Otro edificio impactante. No temáis la grandeza, decía Shakespeare.

Aquí ya votaban cuando en España estaba Fernando VII y unos cuántos catalanes le pedían más firmeza y que, con dos cojones, reestableciera la Inquisición. Aquí ya votaban cuando en España gobernaban espadones. Aquí iban a las urnas mientras en España gobernaban generales golpistas, o se hacían con el poder republicanos locos o egocéntricos. ¿De qué coño se ríen los progres en España?

Un poco de paseo por la ciudad antes de volver al coche. Queremos dormir en Baltimore, una ciudad que, antes de pisarla, nos suena a la generación perdida, a absenta y a los decadentes años veinte. La ciudad está cerca. De salida a la autopista, vemos desde fuera el Robert F. Kennedy Memorial Stadium, en el que juega DC United, que se enfrenta a esta hora con LA Galaxy en lo que supone el debut de Beckamm en la liga norteamericana.

El camino es ligero. Cuando entramos en Baltimore vemos un par de estadios, uno del (incomprensible) fútbol americano y otro del (aburrídisimo) béisbol. Nos alojamos y salimos a ver la ciudad. Caminamos por el puerto. La noche es agradable. Los edificios de oficinas se alternan, en caótico desfile, con las tabernas del puerto. En Baltimore está atracado el buque insignia de la marina de guerra de los Estados Unidos. Cenamos por allí. El vino, nuevamente de California, vuelve a ser flojo. Las cartas de vinos muestran caldos, flojos a lo que vemos, de entre 20 y 30 dólares, y luego grandes caldos de más de cincuenta por botella.

Durante el paseo ligero antes de volver al hotel. Vemos un restaurante español, pero no hemos venido aquí a comer gazpacho. Mañana nos espera la ciudad del amor fraterno. Hay que recogerse.



24.8.07

Día 8. Hacia Pittsburgh

Madrugo. Jimena queda durmiendo. Nos acercamos a un cibercafé para reservar los hoteles que nos quedan. El progreso. Españolitos de clase media haciendo un viaje a golpe de Internet y de gps.


Desayunamos. Entramos en un sitio especializado en desayunos. Está lleno. No lo sabemos pero vamos a presenciar uno de los momentos estelares del viaje. Pedimos unas tostadas, unos zumos y, cuando llegan los cafés, le pido a la camarera “hot milk”, Just Hot Milk, please”. Me mira con cara de asombro. Va a la cocina. Vuelve. “No tenemos leche, lo siento”. Un lugar de desayuno, con más de cien clientes, no sirve leche. Usted puede tomar panceta, tortilla, mermelada, mantequilla, café, soja y casi todo lo que se le ocurra. Pero no hay leche.


Nos acercamos de nuevo a las cataratas. Esta vez vamos a entrar. Sacamos tiques para el Maid of the Mist. Hermoso y poético nombre. Buques que se acercan a las cataratas. Hace calor. La cola es larga. La organización la ameniza. Un grupo de jóvenes te hace una foto tras rogarte que sonrías y luego te la vende. También te venden montajes en los que salen paseando por encima de las cataratas. Por fin entramos. El buque va hasta arriba. Un pequeño chubasquero azul. A nuestro lado, un matrimonio ruso con sus hijos. Nos acercamos. El agua empieza a salpicarnos. El rugido es ensordecedor. Merece la pena. Mis gafas están ya caladas, pero no dejo de mantenerle la mirada al coloso. El agua. De ahí venimos. Bienvenido a casa.


Nuestro GPS decide que entremos a Estados Unidos por Búffalo, lo que hace que hagamos unos treinta quilómetros por una autovía canadiense. La cola en la frontera, parados “puntacima” de un puente, es monumental. Cuando entramos, nos ponemos de camino a Pittsburgh. La ruta nos lleva un rato en paralelo al lago Eire. Parece un mar. Qué pequeño queda el Lago de Sanabria desde aquí. No hay como viajar para poner las cosas en su justa medida. Comemos en un McDonalds ubicado en un área de servicio. Entramos en Pensilvania. El bosque ha cambiado, apunta sagaz Hornuez. Se abren más claros y se ven más casas.


Fascinante Estado, Pensilvania. Fundado por William Penn, vástago de una adinerada familia británica a la que la Corona debía mucho dinero. A finales del XVII, creó una sociedad en la que se garantizaba no sólo la libertad de culto sino, en cierta medida, ciertas libertades civiles. Los poderes estaban razonablemente separados y, de hecho, sus leyes fueron una fuente de inspiración para los independentistas un siglo después. Mientras, en Europa, el modelo presentaba características tan simpáticas como el absolutismo francés y las guerras religiosas.


Llegamos por fin a Pittsburgh. Tras registrarnos en el Hotel, vamos a dar una vuelta por la ciudad. El downtown es pequeño, y en él se repite esa caótica forma de superponer edificios y estilos sin aparente orden ni concierto. La ciudad ha sido tradicionalmente la capital del acero en el país. Tiene, además, un alcalde de 27 años. ¿Se imaginan en España a una gran ciudad con un alcalde tan joven?


Empieza a caer la tarde. Nos dividimos. Carles, Jimena y yo entramos en un bar. Todo como en las pelis: música en directo, y sitio sólo en la barra. Para hablar, has de girarte para ver a tu interlocutor. La televisión retransmite fútbol europeo. Cuando volvemos a juntarnos todos, entramos a cenar en un griego. A los postres, el camarero nos ofrece el “postre Onassis”. Intrigados, preguntamos. Resulta que el cocinero del restaurante lo fue durante años del yate de Onassis, y allí diseñó un postre que era el favorito del patrón. Lógicamente, pedimos probar el postre. No está mal. Al acabar la cena, buscamos al cocinero. Tiene las manos grandes. Está envejecido. Charlamos un rato con él.


Llega la hora de volver al hotel. Los días van pasando factura y mañana nos espera Washington, la capital de aquel país que surgió con la idea de ser “una ciudad sobre una colina”.


23.8.07

Día 7. Niágara (II)

La presencia de las cataratas marca la vida de gran parte del pueblo. Enfilamos la calle que nos lleva al motel, convertida a su vez en un enorme motel de todos los colores: grandes, pequeños, cutres, dignos, más cutres…

Tras hacer el chequin, empezamos a andar hacia las cataratas, tomando Victoria Ave. El espectáculo es desolador, al menos para los ojos de un europeo de clase media. De camino, y hasta que enfilamos Clifton HI, no hay más que tiendas de todo a cien y chiringuitos para comer barato. Pensamos en el horror, pero no sabemos que nos espera algo peor al doblar la esquina de Clifton. Fíjese por donde hemos ido a encontrar la apoteosis del mal gusto no en los EEUU sino en Canadá. El espectáculo es inenarrable. A menos de quinientos metros de las cataratas una sucesión interminable de museodecera, bolera, casa de los horrores, todo a cien, baila en la calle, come barato, caraoque, camisetas baratas, perritos calientes, museo de los horrores, tren de la bruja


Y de repente, al llegar a Victoria Park, el viajero se sorprende. La pesadilla termina. De frente, las cataratas. Son dos, la estadounidense y la canadiense. La primera es más pequeña y menos espectacular. Tiene rocas acumuladas en la base y hace que la caída del agua pierda impacto. La brutal es la candiense. Esta foto está tomada desde el borde mismo desde el que empieza a caer el agua. El sonido es impactante.

Se nos va la tarde viendo no sólo las cataratas, sino también a la variada fauna que las visita. Decidimos subir a ver la Skylon Tower y, si tal, cenar allí. Las vistas hacia las cataratas son impresionantes. Finalmente, cenamos. Un buffet con un cierto salmón y algo de fruta. Ahora podemos ver las cataratas iluminadas.

Estamos cansados ya. Vamos a dormir. Mañana hay que madrugar porque queremos hacer muchas cosas en poco tiempo

22.8.07

Día 7. Niágara (I)

Continuamos nuestro viaje hacia el oeste. El Desayuno en el motel causa cierta hilaridad. Algo parecido a café, una magdalena y sucedaneo de mermelada. Subimos al Expedition. Caen los quilómetros. Aunque Jimena trajo “El concierto de Aranjuez”, hemos optado, tras el primer día, por poner como sonido de ambiente la música de la radio. En algunas de las Áreas de Servicio, se ven monumentos y placas en recuerdo de los patriotas muertos, bien en el XVIII, bien en el siglo XX. La persistencia de la memoria.

Al final de la mañana llegamos a Búffalo. Restos fabriles camino del downtown. Este eclecticismo norteamericano es desconcertarte para un europeo: rascacielos pegados a edificios del XIX. Aparcamos en la zona histórica de la ciudad y, como se va haciendo tarde, buscamos algún sitio para comer. Un restaurante griego es la solución. Por fin, después de varios días, algo de pescado con arroz. Reparador. A la hora de comer, en el grupo nos dividimos entre los que disfrutan de la gastronomía local (Carles y Miri), los que alternan y son infieles sin rubor (Chorch y Gelito) y los que preferimos cosas algo más europeas (Jimena y yo). Para tomar el café, cruzamos la calle y entramos en un espacio diminuto que parece sacado de una película: la puerta y la pared, horadada por un gran ventanal , son rojas. Un negro fuma sentado en la puerta. El camarero, joven, nos invita a pasar. Apenas hay sitio, pero el lugar tiene encanto, caliu. Los cafés los hacen con máquina y nos sientan a gloria. Sentados, charlamos. Empieza a llover. El café no tiene aseo. Cosas que pasan. Es hora de seguir la ruta por Búffalo, pero ahora en coche. Vemos un poco la ciudad y enfilamos al motel en el Niágara.

Llegamos poco menos de media hora después. Diluvia. Bajamos las maletas. Hay un problema. No tenemos ninguna habitación reservada. Insistimos, la mujer que nos atiende en recepción busca en el ordenador y nos explica, paciente y amable, que la reserva que nos hicieron ayer era para esa misma noche y no en este motel. ¿Dónde nos reservaron? Preguntamos. Not very far, dice el que parece ser el jefe. Ella nos aclara que a unos quinientos quilómetros. Qué relativas, las distancias.

Protestamos. Nos indignamos. Ella nada puede hacer. Además, el cargo a la tarjeta ya está hecho. Nuestra loca de ayer nos la jugó bien. Pedimos habitación en este; en algún sitio hay que dormir. Están llenos. Nos cagamos todos en la puta. Le pedimos que haga el favor de llamar al Súper 8 que está en el lado canadiense. Quedan habitaciones. Reservamos. Damos las gracias. Volvemos a cargar. Salimos. Sigue lloviendo. Hay que pasar el Rainbow Bridge, que separa Canadá de los Estados Unidos. En la aduana, los canadienses nos hacen las preguntas de rigor y nos dejan pasar sin problemas. A un lado, el Lago Ontario, al otro, el Lago Erie; entre medias, las cataratas del Niágara.

21.8.07

Día 6. Un alto en nuestra ruta hacia el oeste

Partimos hacia el oeste. La primera sorpresa llega la dejar el hotel. Las llamadas entre Estados son a doce dólares el minuto. Toma ya. Se nos salen los ojos de las órbitas. Pagamos, qué remedio, y nos ponemos en ruta. Varios de los coches que adelantamos llevan una pegatina en forma de lazo, con los colores de la bandera de los EEUU y en la que se puede leer: “support our troops”. Si la encuentro la compraré. Estas cosas no salen nunca en las infantiles crónicas que nos endilgan a diario los socialistas de todas las televisiones españolas cuando hablan de los Estados Unidos. Paramos en un Área de Servicio. El concepto es tan diferente al de España que asusta. Para empezar, la gasolinera está separada del resto de negocios. Cuando has repostado, entras en el área en sí, y allí no fallan el McDonalds, la pizza y todas las guarrerías de chocolate que se le puedan ocurrir, desocupado lector.


El viaje, pese a las horas de coche, no se hace largo. Los bosques son interminables. Atravesamos quilómetros y quilómetros en los que no se ve otra cosa. Tienen, los bosques, algo de inquietantes. Por fin, nos acercamos a Amsterdam, donde nos alojamos en un motel de carretera. Es casi la hora de comer. Tras registrarnos, entramos en el pueblo. Son casi las dos y media y ya apenas hay ningún bar abierto para comer. Vemos un cajero al que se accede desde el coche. También un buzón de correos para coche. Las calles están relativamente sucias. En el casco vive una clase media relativamente depauperada. En el porche de una casa ondea una bandera del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Alguien descubre un McDonalds. Será nuestra salvación. Antes de entrar, vamos a la pharmacy a hacer unas compras. ¿Sois de por aquí? Nos pregunta la dependienta. El concepto de la community. Tras el almuerzo, nos ponemos en ruta hacia el Lago Sacandaga, que cierra por el sur un enorme Parque Natural. Bordeamos durante algunos quilómetros el lago. No se ve demasiada infraestructura turística. Si se lo dejaran un par de años a lo de marinador, se iban a enterar de lo que vale un peine. Hacemos un alto en Northville. Esto empieza a parecerse a lo que uno imagina de la America profunda. Un Instituto con un enorme campo de soccer. Niños jugando, uno con la camiseta del Madrid. Quizá algún día el fútbol europeo acabe arraigando en los EEUU, y veamos una NBA llena de europeos y unas ligas europeas llenas de jugadores yanquis.


Cae la tarde. Tornamos a Ámsterdam. Recorremos en coche la zona deprimida del pueblo. Población negra en casas pobres. También algo de lo que se ha dado en llamar white trash. Entramos en un bar. Como en las películas. Una barra, una mesa de billar y una máquina para poner discos. “¿Qué cerveza bebe aquí la gente” le pregunto al camarero; unos cincuenta años, delgado para los estándares de la zona. “Bud”, me contesta. Empezamos a beber. Chorch pone algo de música. Los del billar siguen a lo suyo. Charlamos. Ahora Carles toma un güisquito. Cenamos en el bar, un sándwich y alguna hamburguesa. Jimena ríe. Se nos hace tarde y estamos cansados. Directos al motel.


Ahora la recepcionista ha cambiado. Unos cuarenta y cinco. Desaliñada. Sus gafas proceden de una película de los setenta. Le pedimos que nos reserve habitación en el Super 8 de Niágara, nuestro destino de mañana. Reacciona de manera extraña: hace aspavientos, señala el teléfono, se levanta, habla con alguien, gruñe. Quizá white trash. Al final, nos dice que ok, que ha reservado. Nos vamos a dormir. La habitación, como todas, tiene una pequeña máquina para hacer café. Pero es un café malo, dice Jimena. Los cafeteros lo pasan mal aquí. Incluso a mí, que en España siempre tomo “café americano”, el de aquí me parece demasiado aguado.


Tiempo de dormir, pues.

20.8.07

Día 5. Boston

Amanece. Desde nuestra habitación se ve a la ciudad reflejada en el río Charles. Viendo los cauces y caudales estadounidenses uno siente cierta ternura por el padre Duero que cantara Claudio Rodríguez. En Boston el turista puede ver los monumentos más importantes sin ayuda externa. Una senda de varios quilómetros, denominada “la Ruta de la Libertad” (The Freedom Trail) guía al viajero por aquellos sitios que no debe perderse. Los norteamericanos saben de dónde vienen y les gusta recordarlo. Saben que la libertad es difícil de conseguir y compleja de gestionar. Echamos a andar. Nuestra ruta principia en el Faneuil Hall, un mercado del XVIII. También son gente práctica. Una de las paradas de la ruta es un edificio del XVIII que ha sido reconvertido, parcialmente, en boca de metro. Llegamos a uno de los cementerios históricos de la ciudad. Aquí están enterrados algunos de los patriotas que fueron asesinados por los británicos al comienzo de la guerra. Me gustan los cementerios históricos. Sus lápidas nos muestran la fugacidad de la vida y la persistencia de la memoria. Abandonamos parcialmente la ruta. A cada paso nos asaltan hamburgueserías y pizzerías. La mala alimentación de los estadounidenses es legendaria. Un monumento, sobrio, a las víctimas del Holocausto. Qué hubiera sido de Europa sin la intervención de los EE.UU. en la segunda guerra mundial.


Nos adentramos en little Italy. Una placa recuerda a los hombres del barrio “who gave their lives in defense of our country”; los nombres y los apellidos son todos italianos: Coscarelli, Dantone, Bugno… Las identidades, una fuente inagotable de misterios. Unas fotos muestran la celebración en el barrio de la victoria de Italia en el último mundial. Little Italy. Sus abuelos y bisabuelos eran italianos. Sus nietos se siguen sintiendo italianos, pero “their country” no es Italia, sino los Estados Unidos. Quizá ahí resida una de las ventajas competitivas de los EEUU: su capital simbólico es inagotable. Su ventaja respecto al resto, aún es sideral. Los italianos allí quieren ser norteamericanos. Aún no sabemos qué querrán ser, en un par de generaciones, los hijos de ecuatorianos o de marroquíes nacidos en España. Pero las perspectivas no invitan al optimismo. Entre la legendaria empanada mental de la izquierda española, y la tradicional cobardía de la derecha, no parece que podamos ofrecerles un país o una sociedad simbólicamente atractiva, de manera que se integren en ella y renuncien a reproducir su sociedad de origen aquí.

Entramos a almorzar a un pequeño restaurante. Rudy, el camarero, es salvadoreño. Del Barsa. Nos dice que el Real también es bueno, pero que “el Barsa es “el mejor”. Qué pequeños resultan desde Boston Laporta y sus intentos de provincializar un fenómeno mundial como es un club de fútbol.

Un par de quilómetros más por la senda de la libertad y volvemos al hotel. Hay que descansar un poco. Jacuzzi, sauna y Piscina. Cogemos en recepción unas bicis y nos ponemos a pasear siguiendo la orilla del Charles. El paseo es precioso. Verde y agua. A la vuelta, cambiamos de acera y pasamos por el MIT. Grandeza. Nos asomamos a sus instalaciones. Aunque el Perdíu no es más que un pobre agnóstico, siente un respeto reverencial por los lugares sagrados, ya sean estos religiosos o laicos. Y el MIT, con su trayectoria, su historia y su presente, lo es.

Nos toca cenar en un Mall. Más hamburguesa y más pizza. No tenemos claro dónde vamos a dormir mañana. Nuestra ruta girará hacia el oeste, camino de la América profunda. Buscamos un motel de carretera, lo más típico posible. Internet, que todo lo sabe, nos ofrece cerca de las once de la noche la solución.

Vamos a dormir. Hermosa Boston, tan coqueta, tan verde, tan sabia.

17.8.07

Día 4

Hoy dejamos Nueva York. Nos acercamos a recoger el coche del alquiler. Por el camino, entramos en una farmacia. El modelo es radicalmente diferente al de España. No hay cuotas, ni cupos. Y la farmacia se parece más conceptualmente a una vieja ferretería de pueblo que a la bobada esa que han dado en llamar, los defensores del monopolio, el “modelo mediterráneo de farmacia”. Llegamos a la cuarenta. El coche es un Ford Expedition. Todo aquí es a lo grande. Un problema añadido. Me cuesta entender a los estadounidenses cuando hablan rápido. Al del coche apenas le cojo al vuelo cuatro palabras. Cambio automático. Con los días descubriré que son coches más fáciles de conducir que los de cambio manual. Hemos de salir de Manhattan en dirección al norte. Hay un atasco monumental. Luego nos quejamos de los nuestros, pero un atasco de verdad es esto. Un cruce de caminos. Seis autovías que se juntan y se separan. Todas paradas. Una bendición: el gps. Sin él, creo que aún estaríamos saliendo de la isla. Siguiente sorpresa: los límites de velocidad. En una autovía de tres carriles por sentido, el límite es, al cambio, 89 quilómetros por hora. El personal, más o menos, lo respeta. Paramos en Mamaroneck. Nos atiende un cubano en su “grocery”. El inglés y el castellano se van fusionando. Los intentos puristas de mantener separadas ambas lenguas son hermosos pero profundamente inútiles. Empiezan los bosques. Inacabables. Bosques de verdad. Inquietantes. Sin final. Paramos en la costa a comer, en el Rusty Scupper. En la carta nos advierten que los servicios para seis o más clientes llevan añadida una propina del 18%. Hay algo de pescado. El vino, de California, flojo. Echamos casi todo el día en la carretera. Por fin, entramos en Massachussets. Nuestro hotel está en Cambridge, localidad vecina a Boston, de la que la separa el río Charles. La habitación tiene unas vistas magnificas sobre el río y sobre el downtown de la ciudad. En la recepción está Julio Pérez, salvadoreño. Creo que es la primera vez que veo a uno en vivo y en directo. Nos lleva al centro, ya que tiene que ir a recoger a un cliente. Por el camino, nos desgrana su historia. Llegó hace años. Primero fue a Los Ángeles, pero la ciudad no le gustó. Acabó aquí, y lleva ya varios años en el hotel. “Es una ciudad bonita y segura”, nos dice con su castellano de acento tímido, “no tengan problema para volver luego en metro”. Ambientazo en la ciudad. Un edificio del XIX convertido en centro comercial. Música en directo. Gente en las terrazas. Cenamos razonablemente bien en uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad. Una copa. Volvemos a dormir, aún nos persigue el jet lag y queremos madrugar mañana para ver bien la ciudad.
Boston, una de las ciudades más activas en la lucha por la independencia en el XVIII. Boston. Harvard. El MIT.

13.8.07

Día 3. Un millón de herreros

Mi cuerpo me despierta a las 03.36 de la mañana. Cosas del jet lag. Me cuesta volver a dormir. Estamos en un hotel en la 48 con Broadway, casi en Times Square. La humedad es sofocante.
Decidimos empezar el día cogiendo el bus turístico que recorre la isla. Impresiona. En algunas calles no se ve el cielo. El bullicio en Times Square, con sus luminosos de colores, mezclado con el pegajoso calor nos desconcierta. El tour del Soho. Chinatown. El guía nos insiste en el carácter holandés de la ciudad. Tiene la edad y la cara de estar descubriendo su identidad y por eso nos fustiga. Nos apeamos en Battery Park. La esfera que se ubicaba entre las torres gemelas preside ahora el parque: "Su sacrificio nunca será olvidado", dice una placa respecto de los muertos en aquel atentado. Igualito que en España. Nos vamos acercando a la Zona Cero. En un edificio que está frente al lugar que ocupaban las torres hay un mirador que muestra bien la magnitud de aquel desastre. Cuando vamos a entrar, vemos que un cartel advierte que no se puede fumar en la puerta del edificio. Unos metros antes, la zona para fumadores en una terraza de un bar, está acotada y separada de la zona de no fumadores. Atravesamos la isla hacia el East River y pasamos por Wall Street.

Nuestra idea es subir hasta el MoMA y comer en el restaurante del Museo. La humedad sofoca. Cuando llegamos a la 53, vemos que no teníamos que haber reservado. Almorzamos en un irlandés. Nos atiende Mervin en un deficiente español. "Mi mamá es española" dice, para explicarnos que es dominicana. En la carta aparece un "Spanish Caffe". Mervin nos aclara. Café con licor.
Carles y yo vamos al MoMa. Una empresa patrocina la entrada gratis de los viernes por la tarde, así que tendremos que disfrutar del hotel entre una marabunta de gente. Empecemos por el continente. El edificio es espectacular. Abierto, luminoso. Vamos ascendiendo por las plantas. Las primeras nos interesan menos, aunque son pintorescas. Las mesas de información están ocupadas por jubilidas que dan información sobre el museo. ¿Sería posible algo así en España? La parte verdaderamente brillante de la colección está en las dos últimas plantas, al menos en lo que a pintura se refiere. Una buena colección de impresionistas. Cada vez soy más impresionista (y tengo la teoría, por cierto, de que el primer impresionista fue El Greco, pero de eso hablaremos otro día). También el siglo XX está magníficamente representado. Kandinski, Kokoschka, Matisse, Chirico... Destacada presencia de artistas españoles. Algo del enigmático Juan Gris, y bastante Picasso. Este año se cumplen cien años de la creación de "Las señoritas de Aviñón" y el Museo le dedica una exposción para explorar el proceso que llevó a Picasso a realizar la obra. Desgraciadamente, no está "La persistencia de la memoria", un cuadro de Dalí por el que siempre me he sentido atraído, ya que ha sido cedido para una exposición en Londres.
El único error de la visita ha sido coger las audioguías en español. Están en una mezcla de mejicano e inglés que nos descorazona. Cuando hablar del Conservador Jefe de un Museo, se rerfiere a él como "curadero en jefe".

Nos asomamos al Quinta Avenida. A un lado se divisa Central Park, pero decidimos bajar de vuelta al hotel. Visitamos la catedral del San Patricio. Manhattan es capaz de comerse a esta catedral y a cualquier otra. No hay ninguna perspectiva, le ocurre un poco como a la Catedral de Toledo. La ciudad la ha engullido y hay que estar casi encima para verla.
De noche cogemos de nuevo el bus para acercarnos ahora a Brooklyn. El guía nos habla ahora de putas y de mafia. Cada loco con su tema. Cenamos. Va siendo hora de irnos a dormir.
Manhattan se mueve en una escala que supera lo que un europeo está habituado a ver. Apenas hay cielo. La humedad y el jet lag nos tienen algo mareados.

De camino al hotel, tampoco sé bien porqué, recuerdo el Grito hacia Roma (desde el Chrisler Building) y recuerdo en especial algunos versos:


Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.

9.8.07

Dia 2 de agosto

El dia empieza fino para ser el inicio de las vacaciones. El calentador, tras algunos avisos, ha dejado de funcionar. Asi que toca ducharse con agua fria. Llegamos a Barajas. Cola de turistas irreverentes para facturar. Salimos a Nueva York con Air France via Paris. Cuando uno se mentaliza para un vuelo transoceanico, la primera parte del viaje siempre se le hace corta. Llegamos, en hora, al Charles de Gaulle. Embarcamos alli en un 747, en la parte de arriba. Una gozada. Siempre me gustaron los aviones. Los aeropuertos me parecen una buena metafora del liberalismo: gente que realiza actividades en su propio provecho y sin meterse con nadie. Despegamos. Aprovecho el vuelo para devorar Mi vida, mi libertad, la autobiografia de Ayaan Hirsi Ali. Una delicia, ya les contare. La profusion de comida que ofrecen durante el vuelo, algun que otro sudoku y la conversacion hacen que el vuelo pase rapido.
Llegamos por fin al aeropuerto JFK. Los controles de seguridad no son tan terribles como nos habian pintado. Cogemos un taxi. El conductor es polaco. Es de noche ya. La pegajosa humedad de Nueva York. Musica melancolica polaca suena en el caset del coche. Bajamos por la 495 "Es la mejor vista de la ciudad" nos asegura el taxista desde su soledad. Impresiona ver Manhattan desde lejos. Sus rascacielos. Sus luces de colores. El sol difuminado en el horizonte. Llegamos al hotel, cerca de Broadway, al lado de Times Square y estamos ya reventados. Cenamos algo en un italiano grasiento y rapido. Vamos a dormir. La humedad se nos ha metido ya en los huesos. Aunque el hotel no es muy fino, la ubicacion es inmejorable. Esperamos soportar el jet lag lo mejor posible.
Aqui estamos, por fin en Nueva York. Y yo, no se porque, me acuerdo de un poema de Octavio Paz:

Verdes y negras espesuras, parajes pelados,
río vegetal en sí mismo anudado:
entre plomizos edificios transcurre sin moverse
y allá, donde la misma luz se vuelve duda
y la piedra quiere ser sombra, se disipa.
Central Park Don't cross Central Park at Night.
Cae el día, la noche se enciende,
Alechinsky traza un rectángulo imantado,
trampa de líneas, corral de tinta:
adentro hay una bestia caída
dos ojos y una rabia enroscada.
En Central Park. Don't cross Central Park at Night.
No hay puertas de entrada y salida,
encerrada en un anillo de luz
la bestia de yerba duerme con los ojos abiertos,
la luna desentierra navajas,
el agua de las sombras se ha vuelto un fuego verde.
En Central Park. Don't cross Central Park at Night.
El espejo es de piedra y la piedra ya es sombra,
hay dos ojos del color de la cólera,
un anillo de frío, un cinturón de sangre,
hay el viento que esparce los reflejos
de Alicia desmembrada en el estanque.
En Central Park. Don't cross Central Park at Night.
Abre los ojos: ya estás adentro de ti mismo,
en un barco de monosílabos navegas
por el estanque-espejo y desembarcas
en el muelle de Cobra: es un taxi amarillo
que te lleva al país de las llamas
a través de Central Park en la noche.
Don't cross Central Park at Night.




1.8.07

New York, New York...

Podríamos hablar hoy del papelón de nuestra diplomacia, a medio camino entre el gorila (acepción cuarta del diccionario de la RAE) venezolano y el terrorismo libanés.

Podríamos hablar también del proceso, y de la credibilidad de un partido cuyos dirigentes intercambian llamadas y quien sabe si arrullos con un grupo de terroristas (bendita transparencia y bendita lealtad).

Podríamos hablar de un país en el que el gobierno de una Comunidad Autónoma pueda acusar a militantes del partido que, pese a ganar, no pudo gobernar, de estar detrás de los incendios del verano.

En fin, podríamos hablar incluso de la gran paradoja que supone que Pepe Blanco, ya saben, el que dice que “tiene estudios de derecho” llame “ignorante” a alguien.

Pero no, vamos a hablar de otras cosas. El Perdíu parte mañana para la costa este de los Estados Unidos, en un viaje de once días que le llevará, si todo va bien, a Nueva York, Boston, los Grandes Lagos, Philadelphia o Washington entre otras ciudades. Va en buena compañía: Jimena, Hornuez, Carles, Gelito y Miribedecé. Si tiene tiempo, intentará ir contándole a usted, desocupado lector, sus impresiones sobre tan fascinante país. A la vuelta, unos días de descanso y luego otra vez a trabajar, allá por el veinte de agosto.

Buenaventura y salud.